Fiesta humilde

–Esta vez no voy a invitar a nadie a mi cumpleaños. — le dijo a su esposa, Lupita.
Hubo silencio. Ella lo volteó a ver un momento, luego regresó la vista al comal. Volteó otra tortilla. Sonreía, siempre sonreía.

— Mis verdaderos compas se tienen que acordar. No invito a nadie. Quien me quiera, que venga a verme. Es su casa, no necesitan invitación. Ya lo saben.

Ella sonrió. Tomó la tortilla y la puso en la tela, en un solo movimiento, junto a otras dos recién calentadas. Sacó del cazo una cucharada de carnitas fritas, las puso en un plato. Luego agregó frijolitos y nopales. Lo llevó a la mesa donde Don Cosme esperaba con un café en la mano.

— ¿Y si no vienen, pa? –preguntó el mayor de sus hijos, sentado frente a él.
— Quien me quiera, que venga a verme –insistió.

Al oir la respuesta sonrió y se echó un taco de carnitas. Masticaba sonriendo mientras veía a su padre. Su bigote recortado y ralito brillaba con el sol de la mañana que entraba al desayunador.

— ¿Tons no preparo nada? –preguntó Lupita sonriendo, siempre sonriendo.

— Yo creo no. Ya veremos. –dijo y tomó café. Ella lo veía sonriente desde sus ojos rasgados y piel cobre.

En el pueblo eran famosas las fiestas de Don Cosme. Todas: bautizos, bodas, graduaciones, bendiciones. Hacían fiesta de todo: carro nuevo, fiesta. Bendición del carro nuevo, fiesta. Un pisito más a la casa, fiesta. Bendición del pisito nuevo, fiesta. Tenía cuatro hijos y seis nietos. Todos con su fiesta y bendición con fiesta. Don Cosme no escatimaba, la fiesta era en grande y abierta: 400 a 500 personas, según la ocasión y los que se juntaran. Era transportista. En sus viajes por todo el país le gustaba presumir sus fiestas. Decía que logró reunir a más de mil personas… y aún así habían faltado muchos. Comida pa todos, bebida pa todos, música pa todos. Todos esperaban la invitación para sus fiestas. Para su cumpleaños, Don Cosme los invitaba hasta con dos meses de antelación. Sobre todo a los que viven lejos. También había los que invitaba hasta al mero día. Invitaba a todos los que podía. Era común en el pueblo que al oir la música en casa de Don Cosme todos corrían a arreglarse para el festejo y a esperar la invitación para asistir. Nunca fallaba.

El resto de la familia se enteró al ir llegando a la mesa. Sonreían incrédulos al escuchar de boca de su padre que no invitaría a nadie. Faltaban casi dos meses para el jolgorio. Por primera vez, no se organizaría nada. No lo creían, se sentían extraños.

Esa mañana todos volvieron a sus labores: Don Cosme y sus hijos al camino; la señora a cuidar la casa, ver a las hijas, los nietos.

Pasaron los días. Nadie fue invitado. Doña Lupita no se angustiaba. Su cara redonda, sin arrugas y de chiquitos ojos rasgados expresaba poco, sólo una amable sonrisa. El rostro de Don Cosme tampoco decía mucho. Siempre los ojos amables con una sonrisita en la boca a medio salir. Por dentro sentía una brazita que le quemaba la panza, poquito pero suficiente para hacerlo pensar: «¿Vendrán? Mis compas se van a acordar, ¡cómo no! ¿no? Nadie me ha hablado. Es el próximo Domingo. ¡Quién me quiera, que venga a verme!

Al día siguiente le llamó su tío, temprano.

— ¿Quiubo mijo, comostas?
— Bien tio, gracias. Aquí nomás.
— Ta bueno. ¿La familia? ¿Los chamacos, las niñas?
— Bien, bien. Creciendo… y uno pagando. Ya sabe… ja.
— Eso, no hay diotra.
— Ey
— Oiga mijo, pus qué ¿ya se olvidó de mí o qué?
— No tio, cómo cree. ¿Por qué?
— Ya va a ser su cumpleaños y nada que me invita. ¿Qué le hice o qué?
— No tio, cómo cree. Nada, nada. Este año no invité a nadie, le juro que a nadie. Quien me quiera ver, que venga. No necesitan invitación. Usté menos, es su casa.
— Ah qué caray ¿no habrá fiesta?
— No, no… Fiestaremos con los que lleguen, cómo no, falta más. Pero no invité a nadie. ¿Se acuerda que la otra vez llegué en su cumpleaños a su casa, así como de improvisto…?
— Sí mijo, cómo no. Muy, muy bonito detalle, no lo esperaba. Bonita sorpresa.
— Eso mismo. El que me quiera, que venga a verme. Así, como un detalle. Usté llamó tio, se acordó, venga, ya sabe. Pero le juro que no estoy invitando a nadie.

La brazita en el estómago dejó de molestarle un momento. Le dijo a su señora que su tío vendría.

— Serán unos siete cuando menos –dijo ella.
— Hazte comida como para 50… Va a faltar, le llamamos a Don Chucho, que rápido se prepare algo más. Con eso ya sumamos otros 50… serían 100 y ya vemos ese día…

En los siguientes días nadie más habló. Don Cosme estaba sentido. Tantas fiestas que había hecho, tanta gente invitada, tantos quesque amigos… nada. Él, que nunca faltaba a los festejos de sus compadres. Él que viajaba mil kilómetros por tierra para devolver el favor e ir a dónde lo invitaban. Él que, aunque no lo invitaran, pasaba a dar el abrazo por el cumpleaños, el santo, las fiestas. Siempre listo para brindar con tequila, echarse un taco y hasta pasar la noche; o sólo estar un ratito, para no incomodar. Él que tanto… y nada, nadie le hablaba.

Un día antes del cumpleaños, su compadre Jacinto le marcó.

— Quiubo compadre ¿Cómo está?
— Bien, bien mi compa. Usté
— Bien también. ¿Pos cuanto te debo o qué, por qué tan olvidados…?
— No sagrado compadre, para nada. Este año no invité a nadie. Le dije a mi señora «quien me quiera bien, que venga a verme. No necesitan invitación».
— No pus, por eso le hablo. Pero ¿cómo va uno a saber que quieres sorpresas?
— No es sorpresa compadre, le juro que quiero bien a todos, pero así lo quise ahora. Así que ya sabe, no estoy invitando a nadie. Acá lo espero.
— Ta güeno, cómo no. Aitamos, pues.

Nadie más habló. La mañana siguiente una trompeta despertó a Don Cosme, tempranito. Había dormido con poquita de angustia, pero sobre todo muy sentido. Sólo su tío y su compadre Jacinto lo buscaron. Ni sus hermanos. Se levantó en la segunda estrofa y se asomó al patio, por la ventana de su habitación. Sus hijos habían ido por mariachi y le cantaban Las Mañanitas. Se habían jalado a unos primos, para hacer bola. Don Cosme vio al grupo y sonrió. Luego volteó al terreno baldío, una hectárea que usaba de bodega para las cargas que transportaba y que limpiaba para hacer sus fiestas. Vio una mesita para 100 personas lista para la fiesta y se desanimó un poco: «ni la vamos a llenar».

–¿Y tus papás porque no vinieron Julián? –le preguntó a uno de sus sobrinos, que gritaba con el mariachi y sus demás primos.

–Pus no los invitó –le dijo –Le dije a mi apá de qué se trataba, pero dijo que luego haber si venia, que porque nadien lo invitó.

Al rato, llegaron los papás de Don Cosme.

— Mijo, hora ni nos hablaste. Pensé que no harías nada, que estabas malito o algo. ¿Estás bien?
— No ma. Toy bien. Le juro que no invité a nadie. Ya saben todos mis compas y parientes que hoy es mi cumpleaños, dónde vivo y que la casa está abierta. No tienen que esperar a que les invite pa acordarse de uno… como usté.
— Pos cómo va uno a saber que querías sorpresa, siempre nos invitas — replicó el padre.
— No pa, si no es por la sorpresa. Es que se acuerden de uno…
— ¿A poco sólo esa mesita vas a poner? — preguntó su madre, viendo la mesita en el terreno.

Hubo un silencio.

— Yo creo ni esa — dijo con una sonrisa forzada, con algo de pena — sólo me habló mi tio José Luis y mi compadre Jacinto. Ustedes y nosotros. ¿Qué seremos, 30 más los chiquillos?

Los mariachis iban por la tercer canción cuando llegó otro grupo de músicos, poquito más numeroso. Filiberto, al frente de ellos, echando grito pelao. El resto de su familia por detrás.

— ¡Onta mi compagre? — le preguntó a Lupita –¿Comostá comadrita?
— ¡Qué gusto verlo compadre! ¡Pásele! Anda por allá tristiando. Qué bueno que vino, anímelo.
— Uy, y eso. ¿Ya se siente viejito?
— Pus quesque ahora quería la sorpresa de que le cayeran a festejarlo y no invitó a nadie. Sabrá Dios. Mira Carmelita, qué grandota estás. Pásense, ándele.
— Salude mijita, no seamariachi. Ándele. Uy que mi compadre. Orita hacemos ruido pa que se anime la gente y venga. A ver muchachos –dirigiéndose a los mariachis– vean con los otros ahí donde están los micrófonos y las bocinas, pa que se oiga bonito y no se estorben.

La tonada del mariachi se escuchó en casi todo el pueblo, como ocurría con todas las fiestas.

–Si hasta acá oigo la música. Pinchi compadre ¡qué le hice! –pensaba Don Cuco, sentado en la sala de su casa, listo para salir con toda su familia a la fiesta.
— Los niños ya tienen hambre. Vamos al mercado a desayunar — le decía su esposa.
— Pérate mujer, orita nos habla. Hasta acá huele la barbacoa– respondió. «Orita miabla, orita miabla», pensaba.

Desde una torre de la iglesia el padre Graciano hacía por asomarse a la casa de Don Cosme. Estaba a varias calles de distancia, pero alcanzaba ver las lonas y un poco de la tarima donde tocaban los mariachis.

— Santo Padre. Ya hasta llegó el segundo mariachi. Tan temprano… va a estar en grande ¡Soberbio! ¡Y sin bendición!… –pensaba el padre, que había cancelado dos misas para ir con Don Cosme.

Nadie más aterrizó a la fiesta. La mesa no llegó ni a la mitad. Mucha comida se quedó. Los dos mariachis acabaron por ahí de las tres de la tarde y hubo algo de música grabada hasta que oscureció. Fue la fiesta más corta y menos concurrida que Don Cosme tuvo.

En el pueblo todos se quedaron en sus casas, arreglados para la fiesta, escuchando el rumor de las canciones, algunas risotadas y con todas las ganas.

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