Trump y un sueño de invierno

Trump me tomó del brazo. Relajó su semblante, me volteó a ver y me invitó a dar un paseo.  Salimos a la calle. Él no conocía la zona y, aunque éramos adversarios, me sentí en la responsabilidad de guiarlo en ese paseo nocturno (no fuera a pasarle algo y luego nos lo querrían cobrar como nuevo).

Le pregunté si tenía idea de a dónde quería llegar. Dijo que no y que no importaba. Decidí tomar al norte. Caminamos varios minutos en silencio sobre esa calle en penumbra.
El señor iba pensativo, con su traje impecable, su greña-bisoñé amarillo un poco alborotado por el viento.

—El invierno aquí es muy agradable —dijo.
—Así es México, agradable —respondí. Me miró, sonrió.

La penumbra fue desapareciendo conforme avanzamos. Las casas de acá tenían iluminación propia y en esta parte de la calle no había focos fundidos en el alumbrado público.

—Las casas son bonitas, esta zona sí que es linda —dijo mientras señalaba las residencias que flanqueaban la calle, con amplios jardines, grandes portones de madera labrada o hierro forjado con remates en cantera; de dos o tres pisos de alto, algunas con arcos a la entrada, otras con fuentes en medio de patios con piso de ladrillo o baldosas de piedra, macetas, arboles y bugambilias en flor— son más amplias que las otras. No están pegadas pared con pared. Me gusta su estilo. Nice!

Me sorprendió lo rápido que se había relajado. Apenas una hora atrás ambos nos gritábamos con todo, en pleno cierre de campaña. De su cara enrojecida, sus ojos inyectados de odio, sus ademanes amenazadores, su sibilante respiración acelerada no había rastro. Imagino que yo lucía similar: todo alterado durante la contienda, sólo que yo aún sentía el corazón acelerado.
Cuando supo que ganó se acercó a mi con total euforia para decirme que buscaría el diálogo, que gobernaría para todos, que no me preocupara, que… mientras decía todo aquello firmaba autógrafos, le tomaban fotos, recibía llamadas de felicitación. Estaba feliz. Fue cuando me ofreció salir a caminar.

Después de mirar unos minutos las casas, se acercó a una. Se detuvo frente a unos arbustos que adornaban un portón de encino y los orinó tranquilamente, salpicando la puerta.
Me voltee instintivamente, sentí repulsión. Pensé en gritarle, pero no quise despertar a los vecinos y armar un relajo. Le pedí en voz baja que parara.

—Si se dan cuenta, los vecinos se nos vienen encima. Y si ven que es usted, la que se arma —le insistí.

Escuché unos ruidos, pasos. Vi a un par de niños corriendo por la calle. Entendí que habían estado ocultos tras un árbol. Traían una cámara en mano. Lo grabaron todo, pensé. Uno reía y el otro estaba serio. Trump también los vio, no les dio importancia. Les gritó que se prepararan para la segunda toma, que pronto habría más. Terminó y echó a reír como un loco, con sonoras carcajadas, mascando cosas en inglés que no entendí y tomó camino de regreso a la casa donde salimos.

¿Cómo salir de esta? ¿Fui complice? ¿Cómo dejé que pasara esto? ¿Qué pasó? Las luces de las casas se fueron prendiendo una tras otra, los vecinos salieron poco a poco a la calle. Los niños gritaron algo y luego todos gritaban. Trump caminaba con paso acelerado, sin preocupación alguna. Me llevaba ventaja y corrí para alcanzarlo. Los vecinos se congregaron en la calle y fueron tras nosotros. Los niños grababan todo con su cámara.

Entré corriendo a la casa, les expliqué lo que había ocurrido y pedí protección. La turba venía detrás, todas las casas de la calle (grandes, pequeñas, edificios) tenían las luces prendidas. Todos habían salido a la calle. La gran mayoría gritaba, levantaban las manos; algunos armados con escobas y piedras, otros con machetes, varios con pistolas. Estaban realmente enojados. Algunas caras eran conocidas, familiares. No parecían reconocerme, gritaban mi nombre y ¡muerte!

La seguridad de la casa se alarmó. —¡No podremos detenerlos! —dijeron.
—¿Y Trump, dónde está?
—¿Quién? —preguntó el de seguridad.
—El que venía conmigo. ¡El cabrón que orinó sus casas! —les grité esquivando piedras, cubriéndome la cabeza.
—No le entiendo, no hay nadie más —me tomó del brazo— ¡no se detenga, por acá! Sólo está…   —gimió mientras le cayeron machetazos.

La turba inundó todo, entrando por las paredes, el techo, las coladeras… Desperté.