Chupar las estrellas

Emi, como muchos bebés, quiere chupar todo lo que ve. Hace un rito: ve algo, se lo acerca para mirarlo a detalle, me voltea a ver y se lo mete a la boca.
Tiene a su alrededor muchos juguetes, todos chupados. También algunas cucharas, tapas de frascos, sonajas y unas tarjetas que su mamá le regaló para enseñarle los nombres de las cosas. Tienen figuras de animales, plantas y artículos comunes del hogar como zapatos, unicornios, quesos, volcanes, xilófonos, pelotas… y una estrella.

A Emi le gusta mucho la tarjeta con la estrella. La toma y le sonríe, suspira y sonríe. Es una estrella con una cara sonriente. La observa unos segundos como si se la estuviera aprendiendo: ve sus picos, los ojos, la sonrisa y luego la chupa. Una y otra vez: chupa una equina, chupa el frente, el dorso, la otra esquina, dobla la tarjeta, la desdobla. La ve y la ve, para después llenarla de baba. De repente balbucea algo así como «flor». Sonrío, le explico que se dice «estrella», que la flor está en otra tarjeta y se refiere a otra cosa. Vuelve a repetir «flor» y me ve a los ojos.

Toma Todo. Pon 1

En el mundo hay dragones, unicornios, queso, volcanes, jaguares, zapatos, flores y estrellas para chupar.

«Es una estrella, es-tre-lla, estrella, como las que están en el espacio. No es una flor, la flor está aquí en la Tierra, como esas de las macetas. Es-tre-lla», le repito mientras me observa la boca.

Chupar una estrella. Emi acaba de chupar una estrella y me quedo pensando si le deberé explicar más cosas al respecto para hacerlo consciente de los límites que tiene esta vida. Por ejemplo, que las estrellas no pueden chuparse. Que jamás nadie podrá chupar una estrella de verdad, pero una flor sí la podría chupar algún día, aunque eso no siempre será disfrutable o provechoso. ¿Habrá alguien que sueñe con chupar una estrella? ¿Emi soñará con eso a sus 11 meses de vida?

Chupar una estrella sideral (valga la redundancia, pues ya sabemos que hay estrellas de tarjeta y también de cine, aunque no nos gusten sus actuaciones), es poco recomendable, indeseable. Es un hecho imposible y, si se pudiera, sería suicida, pienso.
Primero está la distancia: Proxima Centauri es la estrella más cercana a nosotros (sin contar el Sol). Se encuentra a más de 4 años luz, esto es unos 40.14 billones de kilómetros de distancia. O sea, un chorro. Sin embargo, me parece que será posible llegar algún día, tengo fe en la ciencia. No hoy, ni el próximo decenio, pero algún día llegaremos. Y si no, podemos ir primero a chupar el Sol. Ese no es el problema, el obstáculo real es chuparla, poner la lengua en una estrella. ¿Cómo hacerlo si son fuego puro? No es posible acercarse mucho. Uno se quemaría, se desintegraría, muchísimo antes de estar a una distancia cercana para estirar la mano ¿tocarla con la lengua? ¡Imposible!

Alpha Centauri brillando de noche

El brillo de Alpha Centauri, sistema de tres estrellas, es uno de los más intensos en el cielo nocturno terrestre. Proxima Centauri es una de las estrellas de este sistema. Foto: Marco Lorenzi, 28 Junio 2012

Creo que debo explicarle a Emi que jamás podrá chupar una estrella. ¿Eso haría un buen padre, no? Educar a sus hijos sobre las reglas de este mundo, aunque a veces no nos gusten esas reglas o el mundo. ¿Y dónde quedan los sueños de los niños? ¿Apagar así un sueño infantil es correcto? ¿Sería muy cruel decirle a un bebé que hay imposibles en la vida? ¡No tiene ni un año! Ni siquiera le han llegado sus primeros Reyes Magos ni ha tenido su primera fiesta. ¿Lo haré madurar demasiado rápido si le explico que nunca degustará el sabor de una estrella, ni su textura? ¿Qué pasaría después, estaremos hablando de física cuántica y existencialismo agnóstico cuando cumpla dos años? ¿Mejor debería dejarlo vivir engañado un poco para motivar su imaginación, como en los trucos de magia (además de que no sé nada de existencialismo ni física)? ¿El engaño me dará suficiente tiempo para aprender algo de física? ¿Si le digo que las estrellas no se pueden chupar, le estaría cortando su capacidad de soñar? o ¿tal vez el incapaz de soñar soy yo? Me pregunto si sólo estaré proyectando mis miedos, limitaciones e ignorancia. ¡Qué pasa si Emi me dice que su más grande sueño es chupar las estrellas! No ser futbolista, ni bombero, ni abogado o artista… sino chupar las estrellas. ¡¿Cómo le voy a hacer?!

Creo que es pertinente que agote las posibilidades de chupar una estrella. Regreso a pensar cómo se chuparía una estrella, suponiendo que en esta vida podamos llegar a una y que no nos desintegraríamos en el intento. Me imagino viajando en pijama a Próxima Centauri  o hacia el Sol o cualquier estrella (sí, en pijama porque no tengo tiempo de imaginarme viajando de otro modo; debo resolver esto antes que Emi entienda la diferencia entre flor y estrella, aprenda a hablar y me pregunte cosas como qué son las «funciones de onda» o «si la existencia precede a la escencia». Además, confío en que para entonces la ciencia ya habrá creado una super pijama para viajar por el universo y poder salir al super sin bañarse).
Mientras mi pijama sideral me lleva a salvo a la estrella, me imagino acercándome a la atmósfera de la estrella y una cuestión técnica surge: ¿en qué momento se entra en una estrella: al tocar su atmósfera, al tocar el suelo de la estrella? ¿tienen suelo? ¿en qué momento debo sacar la lengua para chuparla? ¿Debo ir viajando con la lengua de fuera hasta chocar con algo?

Recuerdo que las estrellas son mayormente gas, materiales en constante combustión como un gran reactor nuclear. Creo que no habría un punto exacto, creo que chuparía la estrella sin darme cuenta. ¡Cuánta complicación! Tan sencillas que se ven las estrellas desde la Tierra: diminutos destellos de luz, brillos en el cielo nocturno.

Recuerdo bien cuando mi papá me explicó qué eran esos brillos en el cielo: son planetas y estrellas mezclados, me dijo. Las estrellas titilan, subrayó papá, mientras que los planetas no. Me señaló un punto rojizo y me dijo: ese es Marte. ¿Observas cómo no parpadea? Luego me señaló otro punto mucho más brillante, de un color muy claro. Me dijo que era Venus, otro planeta; luego me platicó de Alpha Centauri y otras constelaciones. Yo era un niño y me emocionaba aprender eso aunque no lo entendía del todo. Tuve que ver mucho tiempo estrellas y planetas para distinguir cuales titilaban y cuales no, pero al fin pude ver la diferencia. Después de un tiempo, me pregunté  ¿Cómo se vería la Tierra desde Marte? Mi padre me dijo que como un punto azul brillante.
Me sorpendió pensar que a fin de cuentas, para el resto del universo, la Tierra es un punto azul que no titila. Somos una estrella más en el firmamento de los otros.

Todo esto pensaba mientras Emi seguía chupando cosas, pero ya se había aburrido de las tarjetas y chupaba el piso alegremente: tendido boca a bajo, con la lengua en el suelo me veía de reojo con su típica sonrisa. Emi chupaba el suelo de una estrella, su estrella.

La Tierra vista desde Marte

En el cielo marciano, somos la estrella más brillante durante la noche. Foto tomada por el Curiosity Mars Rover de la NASA el 31 de enero de 2014

El Verdadero Escritor

He ahí un escritor. Vive como todos. Empuñando la pluma, enfrentando las letras. Diario cumple su rito: con la izquierda toma el cuaderno, con la derecha la pluma y escribe sin bañarse.

Vive en el recoveco de una cochera abierta a la calle que casi nadie usa.
Su cabello es una sola trenza que le llega hasta las rodillas. Ciertas mañanas pudorosas observa su reflejo en la puerta de cristal de las oficinas contiguas a su hogar. A veces usa un blusón traslúcido, otras una mezclilla rota con saco a flores. El lugar que habita tiene una puerta metálica y dos ventanas que llevan para adentro, un interior del que no tiene llaves.

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He aquí un escritor.

Se nutre del basurero de la esquina. Sin miedo, sin prisa, abre el contenedor y remueve la superficie para extraer los desperdicios, lo aún comestible que otros olvidaron, desdeñaron, tiraron sin miramientos; también ingiere cosas que los demás jamás ingerirían. No espanta a las moscas, zumba con ellas. Es feliz, como casi todos, al comer.

Es un escritor, pues: sus actos describen lo que la sociedad ignora, remueve la basura para encontrar la novedad; reta al statu quo deglutiendo lo que creemos incomible, deleznable: revolución desde el zaguán de sabequien. Es libre al aire libre. Habita en la frontera entre lo público y lo privado. Tiene los pies en la tierra, pero su techo son las estrellas.

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El Escritor vive sus personajes, respira su trama.

Y luego todo lo lleva a la tinta. ¿Prosa o verso? ¿Ensayo o Cuento? ¡Tragicomedia, esa siempre!

Todos los días prende un cigarrillo para ojear su propio texto. Ávido de lectura. Termina una frase y voltea hacia arriba, reflexiona. Se cambia la chamarra por un saco; se quita la gorra. Al rato se pone un brsasier y se quita las medias. Analiza un vestidito de infante, lo dobla. Saca unos recortes de revista, de periódico, de lo que sea.

El lector cambia según la lectura, como los viajes: uno no es el mismo después de uno; al mismo tiempo, como buen escritor, se transforma con sus personajes, vive su trama.

Sale a dar un paseo.

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El escritor sale a dar un paseo

 

Es un lector auténtico escritor: no le interesa publicar, ni las firmas, ni los derechos de autor, ni las ferias del libro en Guadalajara o Minería ni los quijotescos cervantinos por doquier; nada, ni tener un mejor colchón o cemento para la mona.

Sólo le interesa una cosa: escribir para su único exigente lector que desea disfrutar las mejores letras del mundo.

–FIN–

 

 

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El escritor tiene los pies en el suelo y por techo, las estrellas (cuando no está nublado).

Irse en grande

Lo primero es hacerlo sin miedo. Al contrario, ¡con mucha felicidad y gusto! Sí. De otra forma no tiene sentido: «Lo bueno, si breve, doblemente bueno».

Y es importante iniciar por ahí para irse mentalizando. Es la regla de oro: no puedes irte triste, enojado ni con miedo; tampoco debiendo, generando problemas al prójimo, ni dejando cosas a la mitad.  Tiene que ser por la puerta grande: feliz, viendo a los ojos a todos, sin deber nada a nadie, sin molestar a nadie (dentro de lo que puedas controlar, claro está).
Si esa condición no se cumple, no te vayas. No te puedes ir así. Claro, por decisión propia. Si te vas de aquí sin haberlo decidido por ti mismo es diferente. Si alguien o algo o el destino decide que te tienes que ir es otra circunstancia, no es parte de esta propuesta. Y, ahí sí, coincido, puede ser triste, ingrato e injusto; pero esas cosas no se deciden, aquí estoy hablando de cosas que se pueden decidir. Cosas que antes no se decidían porque era mal visto –la religión, las leyes y el qué dirán–, pero que hoy debemos aprender a decidir, al menos intentarlo (reflexionarlo, explorarlo, jugarlo).

Y prácticamente es la única regla: Irte por al puerta grande, feliz y sin molestar a nadie. Habiendo dejado todo en la cancha (no regrets!). Viendo en alto y contento por haber logrado lo logrado sea lo que sea lo que se haya logrado.

¿En qué momento? ¿Cuál es el mejor momento para irse? En el momento en que sientas que es el momento de hacerlo, no hay edad, no hay minuto ni circunstancia específica. Y se vale cambiar de opinión en el último momento. ¡Claro! Si el amor o la ilusión te llegan (o te nacen) segundos antes de la ejecución: ¡quédate! Esta propuesta es para irse por la puerta grande, pero si tu puerta puede hacerse aún más grande ¡hazla! Tan grande como se pueda. Cuando estés seguro que ya no se puede hacer más grande, es momento de tomar la decisión e irse. Siempre puede haber dudas. Es muy posible que te preguntes continuamente si puedes hacer la puerta más y más grande; puede ser que pienses que, aunque te quieras ir hoy si logras aguantar más tiempo es probable que puedas hacer tu puerta más grande. La duda. La duda es buena. Si dudas, no te vayas. Tú sabrás cuando es el momento: cuando estés ahí lo sabrás porque no habrá duda.

La reflexión, el racional detrás de todo esto, es no quedarse más tiempo del necesario (cada quién sabrá cuanto es más de lo necesario): atado a esperanzas inútiles, a cosas que no llegarán o ideales que sólo hacen sufrir, a mentiras o ideas vacuas. No. No tiene sentido esperar lo que no llegará. No tiene sentido cargarle a otros tu pesar, tu tiempo, tu cuerpo, tu no-vida. No tiene sentido que una sociedad pague por eso, si ya no lo disfrutas. Démosle sentido a la vida.

Es el futuro: si la decisión más importante de tu vida la toma otro por tí, ¿por qué no tú puedes tomar la segunda decisión más importante de tu vida?

Amor no es felicidad

Ayer fuimos amor, hoy cada quien sin su cada cuál. En nombre de la felicidad aniquilamos el amor. Ambos. Me metí en mi mismo, te invité a mi fiesta. No llegaste. Luego vi que no organizabas tu fiesta y entré en ti misma para invitarte. Me quedé solo. Olvidé que no te gustan las fiestas; a mí tampoco.

Luego leímos, escribimos, fotografiamos, viajamos, degustamos, brindamos, caminamos, tomamos café, té y chocolates. Hicimos lo que alguna vez juramos hacer, lo que dijimos era nuestra pasión compartida, lo que creímos que nos unía. Al parecer, olvidamos el amor, lo cambiamos por nuestros gustos.

A mitad del camino nos preguntamos cómo seguir:  yo quería seguir contigo, tu sólo contigo. Poco a poco cada quien tomó su pareja y su rumbo: te fuiste con la mejor y me dejaste conmigo.

Al final, dijiste: «me ignoraste». Al final, te dije: «eres mi todo». Al final, dijiste: «los demás fueron más importantes para ti». Al final, te dije: «sigo dejando todo por ti». Al final, dijiste: «los últimos años no me sentí bien». Al final, te dije: «intento cumplir todos tus anhelos». Al final, dijiste: «sufrí mucho». Al final, te dije: «me duelen tus palabras». Al final, dijiste: «te quiero». Al final, te dije: «eres el amor de mi vida». Al final, ya te habías ido; al final, sigo aquí.

Pensé que éramos amor, felicidad y todo: nada nos faltaba, pero adonde yo soy tu somos nosotros es sólo una frase y no existe más allá del papel y la tinta. El amor y la felicidad sólo existen al mismo tiempo, juntos, en este texto.

Hubo amor, pero no fuimos felices. Al parecer sólo yo lo fui, ahora es tu turno.

 

Trump y un sueño de invierno

Trump me tomó del brazo. Relajó su semblante, me volteó a ver y me invitó a dar un paseo.  Salimos a la calle. Él no conocía la zona y, aunque éramos adversarios, me sentí en la responsabilidad de guiarlo en ese paseo nocturno (no fuera a pasarle algo y luego nos lo querrían cobrar como nuevo).

Le pregunté si tenía idea de a dónde quería llegar. Dijo que no y que no importaba. Decidí tomar al norte. Caminamos varios minutos en silencio sobre esa calle en penumbra.
El señor iba pensativo, con su traje impecable, su greña-bisoñé amarillo un poco alborotado por el viento.

—El invierno aquí es muy agradable —dijo.
—Así es México, agradable —respondí. Me miró, sonrió.

La penumbra fue desapareciendo conforme avanzamos. Las casas de acá tenían iluminación propia y en esta parte de la calle no había focos fundidos en el alumbrado público.

—Las casas son bonitas, esta zona sí que es linda —dijo mientras señalaba las residencias que flanqueaban la calle, con amplios jardines, grandes portones de madera labrada o hierro forjado con remates en cantera; de dos o tres pisos de alto, algunas con arcos a la entrada, otras con fuentes en medio de patios con piso de ladrillo o baldosas de piedra, macetas, arboles y bugambilias en flor— son más amplias que las otras. No están pegadas pared con pared. Me gusta su estilo. Nice!

Me sorprendió lo rápido que se había relajado. Apenas una hora atrás ambos nos gritábamos con todo, en pleno cierre de campaña. De su cara enrojecida, sus ojos inyectados de odio, sus ademanes amenazadores, su sibilante respiración acelerada no había rastro. Imagino que yo lucía similar: todo alterado durante la contienda, sólo que yo aún sentía el corazón acelerado.
Cuando supo que ganó se acercó a mi con total euforia para decirme que buscaría el diálogo, que gobernaría para todos, que no me preocupara, que… mientras decía todo aquello firmaba autógrafos, le tomaban fotos, recibía llamadas de felicitación. Estaba feliz. Fue cuando me ofreció salir a caminar.

Después de mirar unos minutos las casas, se acercó a una. Se detuvo frente a unos arbustos que adornaban un portón de encino y los orinó tranquilamente, salpicando la puerta.
Me voltee instintivamente, sentí repulsión. Pensé en gritarle, pero no quise despertar a los vecinos y armar un relajo. Le pedí en voz baja que parara.

—Si se dan cuenta, los vecinos se nos vienen encima. Y si ven que es usted, la que se arma —le insistí.

Escuché unos ruidos, pasos. Vi a un par de niños corriendo por la calle. Entendí que habían estado ocultos tras un árbol. Traían una cámara en mano. Lo grabaron todo, pensé. Uno reía y el otro estaba serio. Trump también los vio, no les dio importancia. Les gritó que se prepararan para la segunda toma, que pronto habría más. Terminó y echó a reír como un loco, con sonoras carcajadas, mascando cosas en inglés que no entendí y tomó camino de regreso a la casa donde salimos.

¿Cómo salir de esta? ¿Fui complice? ¿Cómo dejé que pasara esto? ¿Qué pasó? Las luces de las casas se fueron prendiendo una tras otra, los vecinos salieron poco a poco a la calle. Los niños gritaron algo y luego todos gritaban. Trump caminaba con paso acelerado, sin preocupación alguna. Me llevaba ventaja y corrí para alcanzarlo. Los vecinos se congregaron en la calle y fueron tras nosotros. Los niños grababan todo con su cámara.

Entré corriendo a la casa, les expliqué lo que había ocurrido y pedí protección. La turba venía detrás, todas las casas de la calle (grandes, pequeñas, edificios) tenían las luces prendidas. Todos habían salido a la calle. La gran mayoría gritaba, levantaban las manos; algunos armados con escobas y piedras, otros con machetes, varios con pistolas. Estaban realmente enojados. Algunas caras eran conocidas, familiares. No parecían reconocerme, gritaban mi nombre y ¡muerte!

La seguridad de la casa se alarmó. —¡No podremos detenerlos! —dijeron.
—¿Y Trump, dónde está?
—¿Quién? —preguntó el de seguridad.
—El que venía conmigo. ¡El cabrón que orinó sus casas! —les grité esquivando piedras, cubriéndome la cabeza.
—No le entiendo, no hay nadie más —me tomó del brazo— ¡no se detenga, por acá! Sólo está…   —gimió mientras le cayeron machetazos.

La turba inundó todo, entrando por las paredes, el techo, las coladeras… Desperté.

Perder la cabeza

Algo está mal cuando súbitamente aparece frente a ti una cabeza.

No la distinguí al principio. Hacía anotaciones sobre “El barco de la Muerte” de B. Traven y mi mente estaba en otro lado; mis ojos no eran conscientes de lo que rodó en los límites de su campo visual. Estaba en el libro, tratando de imaginar cómo sería trabajar de paleador de carbón en las calderas de un barco a vapor, el valor que se requería para resistir una vida de perros en el mar.

Al regresar a este mundo, como por reflejo, mis ojos recordaron la zona donde detectaron movimiento. Me rasqué la nuca y, al enfocar, me la quedé viendo un momento sin reaccionar. Algo no cuadraba: la mesa azul, mi libro, mi libreta, una cabeza, mi lámpara, el estudio, el atardecer, la cabeza, la pluma, la taza de café, una ¡cabeza! Brinqué sobre la silla. ¿En qué momento…! Sentí muchas cosas y asco: esos ojos prominentes viendo para todos lados y algo que parecía ser una nariz… ¡cómo puede ser!

Estaba como seca, parecía tener varios días, semanas. Me quedé quieto, observándola, buscando una explicación. Tuve más comezón, algo me picaba en la cabeza, el cabello, el cuello. Me levanté con asco. Voltee para todos lados despacio: la puerta estaba cerrada, la ventana también. Estaba solo, ni moscas. ¿Qué ocurrió, cómo llegó esto aquí?

Lo único que hice fue tomar una pluma del bote, prender la lámpara, abrir el libro, la libreta y leer. Leer, imaginar, anotar, leer, algo se movió, imaginar, anotar, revisar lo anotado, leer, regresar, una cabeza.

Sentí más cosquilleos picantes en la cabeza y me la sacudí como loco: ¿y si tengo una en el cabello y si hay más por aquí? Me calmé (un poco): ¿de quién es? Está un poco blanca, tal vez por el tiempo que lleva muerta. Parece de una mosca, ¿será de una mosca? ¿blanca? ¿cómo pierde una mosca la cabeza? Los ojos parecen de mosca, pero esa nariz o trompa o lo que sea parece de otra cosa. 

Fui por una lupa mientras trataba de explicarme cómo llegó a mi: ¿volaba, murió en el aire y al caer se zafó la cabeza? o ¿la traía en la cabeza, me rasqué, la maté, me seguí rascando, la partí, se cayó? ¿la traje todo el tiempo en la ropa? Como ese gusano que se me metió bajo el pantalón en París: lo traje toda la mañana dándome vueltas. Sólo sentía cosquillas, algo de comezón, primero en la espinilla izquierda, en el muslo derecho. Pensé sería resequedad de la piel o algo de la ropa, el jabón de la última lavada que no salió, nunca un bicho. Sentía un poco de comezón aquí, allá, ahí, hasta que al sentarme en el metro sentí clarito algo que se retorcía en la rodilla al quedar aprisionado por el doblez de la mezclilla. Puse la mano, sentí un bulto, movimiento. Me levanté, grité, bailé en el vagón mientras aplastaba con las manos eso que traía bajo la ropa para que no escapara, no me picara. No sabía qué era ni qué hacer (supe que era una especie de oruga con una cola verde hasta quitapaloma-libro-moscarme el pantalón) y corrí al primer baño mientras todos a mi alrededor me veían con sorpresa o espanto o diversión o todo junto.

¿La traía en el cuerpo? Me levanté de la silla de un golpe. Me comencé a rascar todo el cuerpo. Me quité el suéter, el pantalón, me sacudí la cabeza con desesperada comezón. Necesitaba encontrar el resto del cuerpo. Nada: cabellos, caspa y ningún cuerpo. Ansiedad y comezón. Seguro anda bajo mi piel, se me ha enterrado. Está en estado latente con huevecillos esperando eclosionar para luego ser larvas que harán dolorosas galerías mientras se alimentan de mi piel mientras doctores me ven sin saberme diagnosticar:

No tienen nada señor, debe ser estrés, la vida moderna, la contaminación, las malas noticias. Deje de preocuparse y rascarse. Cambie de trabajo. ¿No puede? Ya ve, mejor cálmese. Tome esta receta, tome esta pastillita, tome unas vacaciones y tome la cuenta. ¿Le parece caro? Su salud no tiene precio, además no le estoy cobrando la consulta, sólo los honorarios, la receta y lo de la medicina. ¿Muy cara? Deje le anoto el genérico, pero le advierto que no respondo por los resultados. Relájese. Señorita Pilar, ya se van, no les cobre la consulta, sólo… ándele, sí, eso ya sabe cómo. ¿No trae efectivo? Aceptamos tarjeta, menos American. ¿A meses? Señorita Pilar, ¿podemos cobrar a meses? Entiendo, gracias Pilar. Claro que puede pagar a meses con intereses. No es tanto, además, su salud es primero, para eso es el dinero. Ándele, me habla en dos semanas a ver cómo sigue. 

De especialista en especialista. 

¿Con qué doctor fué? ¿Con ese? Con razón. Lo conozco bien. ¿Pagó con Tarjeta? Le apuesto que le cobró un ojo de la cara por 15 minutos de consulta. ¿A meses con intereses! Ya ve y si se descuida hasta le hipoteca el riñón. No sabe nada, es un mercenario. Mire, está mal que yo lo diga, pero muchos colegas dan vergüenza. ¿Qué seguro dijo que tenía? Ajá. Le digo, muchos son incompetentes, pero sobre todo poco éticos: recetan cualquier cosa y dicen que sólo le cobrarán media consulta quesque porque no tiene nada y es puro estrés y ese salpullido no es estrés, son reacciones a las larvas. Sí, luce mal, pero no es grave, lo vamos a recuperar. ¿Cobertura amplia? A ver, deje ver su aseguradora… sí, señorita Lupita, verifique si trabajamos con esta empresa. No se apure, todo va a estar bien. Tanta escuela patito, tanto charlatán suelto. Si, Lupita, ¿ya checó? ajá, mjú. Entiendo, muy bien. Tiene muy buen seguro, es usted afortunado. ¿Dónde dice que le picó? Ajá ¿Una cabeza? Mjú. ¿Ve cabezas con frecuencia o es la primera vez? Ajá. A ver, deme su brazo: ¿le duele aquí? No. ¿Acá? ¿Tampoco? ¿Qué raro? A ver, voy apretando, voy apretando, si le duele me dice… ¿así? más… ¿ahora? poquito más fuerte, poquito más…¿Ya? Ya ve, ya le dolió, ahí trae algo. ¿Dolor de cabeza, diarrea? ¿entonces unas moscas? mjú, pues sí, suele pasar. Mire nomás la dermatitis que trae, los ojos…
Mire va a pasar con Lupita, le va indicar su habitación y luego procedemos a los estudios de sangre, orina, copro, la colonoscopia, tomografía de torax, periapical, cráneo y mañana vamos con las de espirometría, cardio, ocular, Rorschach. Lo que sea, lo vamos a encontrar y en menos de lo que piensa estará de vuelta en casa. Está en buenas manos y no se apure, el seguro cubre todo-gracias-a-dios. Lo importante es su salud, que esté bien, su familia, seres queridos. Échele ganas, ya verá. ¡Lupita!

Y así, estaré dando tumbos, hasta que una larva alcance mi cerebro para un final microscópicamente lento, dolorosa incubación. ¿Cuánto tarda en incubarse una mosca? La mosca blanca ¿es mosca?

Tomo la lupa, observo al bicho detenidamente. Me rasco en el brazo, la cabeza. No sé que quiero encontrar, sé poco de moscas y nada de otros bichos. ¿Cómo distinguirlos por la cabeza? Siento necesidad de girarla para verla bien, debo saber qué es para explicarle al doctor. Me rasco. En el bote donde estaba la pluma recuerdo tener un clip o un alambre. Volteo el bote sobre la mesa: una goma, un lapicito, dos clips y… guácala. Me levanto de la mesa, suelto el bote, cae al suelo y rebota quien sabe donde.

Me rasco el cuello con violencia y observo el cuerpo sin cabeza de un insecto alado. Estaba al fondo del bote donde guardo las plumas. Las patas desprendidas por un lado, el cuerpo con alas por el otro. Me rasco por todos lados. Me levanto, separo las cosas. Sólo queda el cuerpo blancuzco y descuartizado sobre la mesa rodeado por un polvillo blanco. No es una mosca. Es más grande, como una palomilla. Observo el polvillo y noto que algo se mueve, diminutos seres, dos, tres, cuatro… diez gusanitos, larvas, son larvas. Larvas devorando el cuerpo. El ciclo natural de la vida. Obvio, el bicho debe llevar varios días muerto dentro del bote.

cuerpo

Me tranquilizo un poco al entender cómo ocurrió todo. No lo tengo bajo la piel, ni lo traje conmigo en la ropa o en el pelo. Nunca lo tuve. Seguramente cuando saqué mi pluma para anotar, se vino pegada la cabeza de alguna forma y así fue. Listo. Fue la pluma, estuvo ahí dentro con el bicho y por eso. Claro. La pluma. Pienso en la pluma. La cochina pluma, la pluma que me puse en la boca, la pluma que estuvo en contacto con el cuerpo en descomposición, las larvas; la pluma cuya tapa quité con los dientes, que tomé con las manos, que me puse en la oreja, toqué con la lengua, que chupé… y mientras, entre los bellos de mi brazo veo como se retuerce una larva, dos, tres…

Muerte del fulano

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Camino al Mictlán, el lugar sin puertas ni ventanas, hacia el norte de todo. Llevo en mis manos mi corazón de piedra y me acompaña un itzcuintli bermejo. Ahí llegamos todos los que fuimos comunes en vida y morimos con pena, sin el favor de los dioses.


Cruzaré por donde mora la gran iguana, pasaré las montañas que chocan, luego por el camino de serpientes devoradoras de corazones hasta alcanzar las ocho estepas. Después llegaré al campo del frío tremendo con su viento de obsidianas cortantes que todo lo desgarran y atravesaré hasta donde los cuerpos flotan como las banderas para llegar al chiconahuapan.

Mientras camino, los que llevan mi sangre en Tenochtitlán quetzalcoatlme recuerdan, después de haber envuelto mi cuerpo en mantas de algodón y haber colocado panes de amaranto en mi boca. Ahora celebran con las flores que sobraron del Tlaxuchimaco, comen tamales de maíz con chía y degustan mieles de agave y pulque sabroso bajo los vapores del copal.

Y luego de algunos años, nos olvidaremos, porque nada bueno hice para merecer el recuerdo de nadie y así lo ha querido Huitzilopochtli. Ese es mi destino, el Mictlán, el olvido: nacido en la casa del viento-uno-ocelote sólo podía atraer mala fortuna. Mi vida fue como el viento, que lleva consigo todo cuanto puede y no es nada.

Quise ser algo y siempre fui menos; intenté medrar y siempre desmedraba; fui aprendiz de mil oficios sin ser diestro en uno solo. Tonatiuh no me favoreció para llenarme de gloria en los campos de batalla: pese a mis hazañas nadie me recuerda. Ni mercader, ni cargador, ni nada. Ni siquiera Tlaloc me quiso llevar al tlallocan, donde todo es verde y se cosecha en abundancia, donde van los que por agua mueren: naufragué en el gran lago —cuyas aguas tranquilizó Nezahualcóyotl— un día que volvíamos los guerreros sobrevivientes de una batalla infame en Cholula, mi última batalla (la única donde no obtuve glorimg_9030ia y que era en favor de nuestro señor Moctezuma). Fui el único sobreviviente de mi grupo. Otro día que fui a recoger amaranto para las fiestas del Toxtli me atravesó Tlaloc con un rayo, haciéndome caer sin quitarme la vida, para recordarme quién era mientras temblaba en el suelo. Y terminé aceptando que mi muerte nunca sería gloriosa ni bien vista por los dioses y que terminaría caminando hacia las fauces de Tlaltecuhtli, agradecido con este designio divino.

 

Amorbo y naturaleza (muerta)

Decidimos perdernos en la romántica noche. Lindo. Una ligera llovizna nos envolvía en la orilla del río. Hermoso. Sólo nosotros bajo las estrellas. Divino. Todo tan natural, fresco y perfecto, tan idilio orgánico.
Era lo que necesitábamos: perdernos en la naturaleza para encontrarnos. Volver al origen para navegar por el cauce del amor mientras el veneno natural de aquella linda serpiente nos burbujeaba bonito por dentro hasta marearnos. Caímos abrazados; rodamos sobre la maleza que nos arañaba las piernas, resbalamos como en un sueño hasta caer enamorados en el río que reflejaba la mágica luna desdibujada por olitas de pirañas que asomaban hambrientas como capitalistas por dinero que no entienden de amor ni romances, que sólo buscan alimentarse de la desdicha ajena aunque sea orgánica, natural, original, prístina. 
Y las estrellas brillaron amorosas sobre nuestros bellos restos flotantes.

Fractura perdida

Cualquiera puede despertar con una fractura concoidal. Así: sin saberlo, quererlo ni darse cuenta. Eso no le importa a la fractura: ella aparece ahí y listo. Sin pedir permiso, sin avisar, a veces sin hacer ruido.

Que uno ignore su existencia no es importante para ellas. En cierto sentido, se podría pensar, buscan despertar un pensamiento revolucionario. La Tierra se mueve alrededor del Sol pese a que en épocas pasadas esto se ignoraba y se acusaba lo contrario. Así, gracias a Dios, hoy podemos amanecer con una fractura concoidal y reflexionar abiertamente sobre su existencia. Ni la Santa Inquisición podría juzgarnos por blasfemos.

Un buen psicólogo se preguntaría cómo habrán logrado sobrellevar la indiferencia de algunos citadinos, manteniendo una existencia sin cuarteaduras pese a que muchos no somos conscientes de ellas. He visto tremendos dramas humanos derivados de la indiferencia de una persona hacia otra, algunos fatales. La humanidad podría estudiar el manejo existencial que hacen las fracturas concoidales, el manejo de su psique, su yo interno y su conexión con el exterior.

Un historiador me haría ver que estoy ante el recordatorio de un evento histórico. Las fracturas concoidales nos han acompañado desde la Edad de Piedra. Gracias a ellas, a su arduo trabajo, pudimos alimentarnos y vestirnos mejor. También nos hicieron ganar batallas, torturar y someter a otros. La misma fractura concoidal podía colaborar por igual haciendo cosas buenas y malas; eran muy humanas.
Seguramente un fanático religioso me invitaría a defenestrarla o levantarle un altar. En cualquier caso se tendrían que hacer oraciones o mantras, encender velas, inciensos, copales o lo que huela y haga humo al mismo tiempo en lo que se decide si se queda o se va.

Creo, sin embargo, que hoy han perdido algo de relevancia práctica. Su vida se ha tornado más a lo artístico que a lo funcional. Como todo, el avance tecnológico vuelve obsoletas algunas cosas y el tiempo las vuelve viejas: los artistas toman lo viejo y lo obsoleto o ambos, lo exponen en una galería, hacen un brindis con mucho tinto, emiten unas palabras abigarradas sin sentido que todos dicen entender, cortan el listón y ganan mucho dinero. Y las fracturas concoidales ahí quedan: expuestas en todo sentido. Pobres.

Seguramente este olvido histórico, su trivialización (y que no les compartan las ganancias en las exposiciones artísticas) han hecho que algunas salgan solitarias por la ciudad y, de repente, aparezcan en la casa de alguien, como me ocurrió a mi.
Un día, sin más, desperté con una fractura concoidal. Ahí estaba, en mi ventana. Veía hacia el interior del edificio, al cubo de luz. Un poco melancólica, como pidiendo adopción. La vi y me sorprendió: ¿qué es esto?; luego vino el coraje: ¿por qué a mi? ¿por qué en mi ventana?; luego la duda casi junto con el temor: ¿quién fue? ¿cómo ocurrió? Finalmente, una admiración que da paso a la aceptación: Es casi perfecta, pulida, cónica hermosa. La luz se distorsiona en ella maravillosamente.
Y bueno, ahí está. No la pude correr.

Fractura concoidal en estado natural, al pie de una ventana.

Fractura concoidal en estado natural, al pie de una ventana.

Alguien con mala leche me dijo que las fracturas concoidales son un tipo de rotura en materiales frágiles homogéneos como la obsidiana, la cuarcita, sílex… el vidrio de una ventana. Que en la Edad de Piedra este tipo de fenómeno permitía fabricar cuchillos y objetos punzo cortantes. Que en nuestra Era pueden ser causadas por una bala perdida, municiones de salva o balines. Que en mi caso, probablemente, haya sido un balín o salva disparada por un ocioso o un malicioso que jugaba tiro al blanco.

Apuesto que en su casa no han llegado fracturas concoidales y tiene envidia de la mía.

No me dejen, no me lleven, no se vayan…

No se vayan. No me dejen.

¿Por qué se van si no quieren irse?

No se dan cuenta. Se van y ya. No saben que se fueron. Nunca.

En un paso, en un momento se van.

No se vayan. No me lleven.

¿Por qué, si no saben ni a donde van?

Los que se quedan, sólo ellos saben quienes se fueron y a donde.

Todos deben irse llegado el momento, dicen. Que se vayan pues, en el mentado momento. No antes, ni después, ni en mi momento.